18 agosto, 2020

El Rugido del Despertar

por Heinrich Zimmer

Los occidentales estamos aproximándonos a una encrucijada que los pensadores de la India alcanzaron unos setecientos años antes de Cristo. Ésta es la verdadera razón de por qué frente a los conceptos e imágenes de la sabiduría oriental nos sentimos, al mismo tiempo que intranquilos y molestos, atraídos y estimulados. En el curso típico del desarrollo de su capacidad y exigencia religiosa, todos los pueblos civilizados llegan a este cruce de caminos, y las enseñanzas de la India nos obligan a tomar conciencia de tales problemas. Pero no podemos hacernos cargo de las soluciones indias. Tenemos que ingresar en la nueva época siguiendo nuestro propio camino y solucionar sus problemas por nuestra cuenta, porque, aunque la verdad —el resplandor de la realidad— sea universalmente una y la misma, los diferentes medios la reflejan de distinta manera.
La verdad se presenta de diferente forma en diferentes países y épocas, de acuerdo con los materiales vivientes de donde sus símbolos han sido extraídos.
Los conceptos y las palabras son símbolos, lo mismo que las visiones, los ritos y las imágenes; también lo son los usos y costumbres de la vida cotidiana. A través de todos ellos se trasluce una realidad trascendente. Son otras tantas metáforas que reflejan e implican algo que, aunque se expresa de todos estos modos, es inefable; y aunque cobra multitud de formas, sigue siendo inescrutable. Los símbolos dirigen la mente hacia la verdad pero no son la verdad; de aquí que sea engañoso adoptarlos. Cada civilización, cada época, tiene que producir los suyos.

Tenemos, pues, que seguir el difícil camino de nuestra propia experiencia, producir nuestras propias reacciones, asimilar nuestros sufrimientos y realizaciones. Solo entonces la verdad que manifestamos será tan nuestra como una criatura lo es de su madre; y la madre enamorada del Padre se regocijará con su hijo, en quien verá un retrato de Aquél. El inefable germen debe ser concebido, gestado y dado a luz desde nuestra propia sustancia, alimentado por nuestra sangre, si ha de ser el verdadero hijo a través del cual la madre renace: y el Padre, el divino Principio trascendente, renacerá también, es decir; será sacado de su estado de nomanifestación, de inacción y aparente inexistencia.
No podemos adoptar a Dios. Tenemos que efectuar su reencarnación desde nuestra intimidad. La Divinidad tiene que descender, en cierta manera, a la materia de nuestra propia existencia y participar en este peculiar proceso vital.
Según las mitologías de la India, éste es un milagro que sin duda ocurrirá. Porque en los antiguos relatos hindúes leemos que cada vez que al creador y conservador del mundo, Visnu, se le implora para que aparezca en una nueva encarnación, las fuerzas impetratorias no lo dejan en paz hasta que él condesciende. Sin embargo, desde el momento en que desciende, asumiendo la carne en un vientre sagrado, para manifestarse en el mundo que refleja su inefable ser, fuerzas demoníacas dotadas de voluntad propia se ponen contra él; porque hay quienes odian y desprecian al Dios y no le dan cabida en sus sistemas de egoísmo expansivo y dominante. Son los que hacen todo lo posible para dificultar su obra. Pero la violencia que emplean no es tan destructiva como parece; no es más que una fuerza, necesaria en el proceso histórico. La resistencia desempeña un papel normal en la cósmica comedia que se repite y que se representa cada vez que una chispa de verdad celestial, atraída por la miseria de las criaturas y la inminencia del caos, se manifiesta en el plano fenoménico.

Paul Valéry dice: “Ocurre con nuestro espíritu como con nuestra carne; lo que sienten más importante lo envuelven en el misterio, lo ocultan a sí mismos; lo distinguen y lo protegen con la profundidad en que lo colocan. Todo lo que cuenta está bien velado; los testimonios y documentos lo oscurecen; los actos y las obras están hechos expresamente para disfrazarlo.”

La principal finalidad del pensamiento indio es develar e integrar en la conciencia lo que ha sido resistido y ocultado por las fuerzas de la vida; no explorar y describir el mundo visible. La suprema y característica hazaña de la mentalidad brahmánica (y ello ha sido decisivo no solo para el desarrollo de la filosofía india sino también para la historia de la civilización india) fue el descubrimiento del Yo (ātman) como entidad independiente e imperecedera, en la que se basa la personalidad consciente y la estructura corporal.
Todo lo que normalmente conocemos y expresamos acerca de nosotros pertenece a la esfera del cambio, la esfera del tiempo y del espacio; pero este Yo (ātman) no cambia nunca, está más allá del tiempo, del espacio, del reticular velo causal, de la medida y de la vista. Durante millares de años la filosofía india se ha esforzado por conocer este diamantino Yo y hacer efectivo ese conocimiento en la vida humana. Y a esta perdurable preocupación se debe la extraordinaria calma matutina que penetra las terribles historias del mundo oriental, historias no menos tremendas ni menos horripilantes que las nuestras. A través de las vicisitudes de los cambios físicos se mantiene una base espiritual en el campo de la bienaventurada paz del ātman: el Ser eterno, intemporal e imperecedero.

La filosofía india, como la occidental, nos informa acerca de las estructuras y potencias mensurables de la psique, analiza las facultades intelectuales del hombre y las operaciones de su mente, evalúa diversas teorías del entendimiento humano, establece los métodos y leyes de la lógica, clasifica los sentidos y estudia los procesos mediante los cuales aprehendemos, asimilamos, interpretamos y comprendemos la experiencia.
Los filósofos hindúes, como los de Occidente, se pronuncian sobre los valores éticos y los criterios morales. Estudian también los rasgos visibles de la existencia fenoménica, criticando los datos de la experiencia externa y sacando conclusiones con respecto a los principios en que se basa.
En una palabra: la India ha tenido y aún tiene sus propias disciplinas psicológicas, éticas, físicas y metafísicas. Pero la principal preocupación —en notable contraste con los intereses de los modernos filósofos occidentales— ha sido siempre no la información sino la transformación: un cambio radical de la naturaleza humana y, con él, una renovación de su manera de entender tanto el mundo exterior como su propia existencia: transformación tan completa como es posible, y que, si tiene éxito, equivaldrá a una total conversión o renacimiento.

En este sentido la filosofía india corresponde a la actitud de filósofos antiguos como Pitágoras, Empédocles, Platón, los estoicos, Epicuro y sus discípulos, Plotino y los pensadores neoplatónicos.
Volvemos a encontrar este punto de vista en san Agustín, místicos medievales como Meister Eckhart y místicos posteriores como Jakob Böhme de Silesia. Entre los filósofos románticos, reaparece en Schopenhauer.

Las actitudes recíprocas del maestro hindú y del alumno inclinado a sus pies están determinadas por las exigencias de esta suprema tarea de transformación. El problema que los ocupa es el de producir una especie de transformación alquímica del alma. No solo mediante la nueva comprensión intelectual sino mediante un cambio del corazón (transformación que afectará la médula de su existencia), el alumno ha de salir de la esclavitud, de los límites de la imperfección y de la ignorancia humanas, y trascender el plano de la existencia terrena.

Una graciosa fábula popular ilustra esta idea pedagógica. Se conserva entre las enseñanzas del célebre santo hindú del siglo XIX, Sri Ramakrishna.
Anécdotas de este tipo pueril aparecen continuamente en los discursos de los sabios orientales; circulan en el saber común del pueblo y son conocidas por todos desde la infancia. Llevan las lecciones de la intemporal sabiduría de la India a los hogares y corazones de la gente, y a través de millares de años se convierten en propiedad de todos. En realidad, la India es una de las grandes patrias de la fábula popular; durante la Edad Media muchos de sus cuentos fueron llevados a Europa. La vivacidad y la sencilla nitidez de las imágenes recalcan los aspectos más importantes de la enseñanza: son como temas sobre los cuales puede ejercitarse un sin fin de variaciones en el campo del razonamiento abstracto.
La fábula oriental es solo uno de los muchos recursos orientales para que las lecciones prendan y se conserven en la mente.




El ejemplo que vamos a presentar es el de un cachorro de tigre que había sido criado entre cabras, pero que mediante la clarificadora instrucción de un maestro espiritual llegó a darse cuenta de su propia e insospechada naturaleza.
Su madre había muerto al darlo a luz. Preñada, había estado merodeando muchos días sin descubrir presa alguna, cuando se encontró con un rebaño de cabras salvajes. La tigresa sentía entonces gran voracidad, lo cual puede explicar la violencia de su salto. Sea como fuere, el esfuerzo realizado le produjo el parto y de puro agotamiento murió.
Entonces las cabras, que se habían dispersado, regresaron al campo de pastoreo y hallaron al tigrecito dando leves quejidos al lado de su madre. Las cabras adoptaron a la débil criatura por pura compasión maternal, la amamantaron junto con sus propias crías y la cuidaron cariñosamente. El cachorro creció, y los cuidados que le habían dispensado no quedaron sin recompensa, pues el pequeño aprendió el lenguaje de las cabras, adaptó su voz a la de sus suaves balidos y mostró tanto afecto como cualquier cabrito.

Al principio tuvo ciertas dificultades cuando trató de masticar tiernas briznas de pasto con sus puntiagudos dientes, pero luego se las arregló. La dieta vegetariana lo tenía muy flaco y daba a su temperamento notable dulzura.
Una noche, cuando este tigrecito que había vivido entre cabras había alcanzado la edad de la razón, el rebaño fue atacado nuevamente, esta vez por un viejo y feroz tigre, y de nuevo las cabras se dispersaron, pero el cachorro se quedó donde estaba, sin temor alguno. Desde luego se sintió sorprendido. Al descubrirse cara a cara con una terrible criatura de la selva contempló al aparecido con estupor.
Pasado el primer momento volvió a cobrar conciencia de sí y dando un balido de desesperación arrancó una brizna y se puso a masticarla mientras el otro le clavaba los ojos.
De improviso el intruso inquirió: -¿Qué haces tú aquí entre estas cabras? ¿Qué es lo que estás masticando? La pobre criatura comenzó nuevamente a dar balidos. El viejo tigre cobró un aspecto realmente aterrador. Rugió diciendo: -¿Por qué haces ese ruido tonto?
Y antes que el pequeño pudiera responder lo tomó ásperamente de la nuca y lo sacudió como sí quisiera volverlo a sus cabales a fuerza de golpes. El tigre de la selva entonces llevó al asustado cachorro a un charco cercano y lo puso en el suelo, obligándolo a que mirase en la superficie iluminada por la luna.
-Mira esas dos caras. ¿No son iguales? Tú tienes la cara redonda de un tigre; es como la mía. ¿Por qué te crees ser una cabra? ¿Por qué balabas? ¿Por qué comías pasto?
El pequeño era incapaz de contestar, pero continuó mirando, comparando ambos reflejos. Entonces se puso nervioso: se apoyaba en una pata, luego en la otra, y dio un grito quejumbroso de pesar. El viejo tigre feroz lo levantó de nuevo, lo llevó a su guarida, donde le ofreció un pedazo de carne cruda y sangrienta, resto de una comida anterior. El cachorro se estremeció de repugnancia. El tigre de la selva haciendo caso omiso del débil balido de protesta, ordenó secamente:
-¡Tómala, cómela, trágala!
El cachorro se resistió, pero el tigre le obligó a pasarla por sus dientes entrecerrados y lo vigiló estrictamente mientras el tigrecito trataba de masticarla y se preparaba a tragarla. La crudeza del bocado no le era familiar y le producía cierta dificultad, y el pequeño estaba por lanzar nuevamente su débil balido, cuando comenzó a sentirle gusto a la sangre.

Quedó asombrado y cogió el resto con avidez. Comenzó a sentir un raro placer a medida que la carne bajaba hacia el estómago. Una fuerza extrañamente cálida nacía en sus entrañas, se difundía por todo su organismo y comenzaba a estimularlo y embriagarlo. Sentía un regusto en los labios; se lamió las mejillas. Se incorporó y abrió la boca para lanzar un gran bostezo, como si se estuviera despertando de una noche de sueño, una noche que lo había tenido hechizado durante varios años.
Desperezándose arqueó el lomo, extendió y abrió sus garras. Su cola fustigaba el suelo, y de pronto de su garganta estalló el terrible y triunfante rugido del tigre.

Entre tanto el severo maestro había estado observando de cerca y con creciente satisfacción. La transformación se había cumplido realmente. Cuando el rugido hubo terminado preguntó con aspereza: -¿Sabes ahora quién eres? Y, para completar la iniciación del joven discípulo en el saber secreto de su propia y verdadera naturaleza, añadió:
-Ven, ¡ahora iremos a cazar juntos por la selva!

La historia del pensamiento indio durante el período que precede el nacimiento y la misión del Buddha (563-483 a.C.) revela una gradual intensificación de la importancia de este problema del redescubrimiento y asimilación del Yo.
Los diálogos filosóficos de las Upániṣad indican que durante el siglo VIII a.C. hubo un cambio de orientación intelectual que desplazó la atención de los problemas referentes al universo externo y a las esferas tangibles del cuerpo concentrándola en lo íntimo e intangible, y llevando a sus últimas conclusiones lógicas las peligrosas implicaciones de esta dirección. La gente se retiraba del mundo normalmente conocido. En general se desvaloraban y postergaban las potencias del macrocosmos y las facultades correspondientes del microcosmos, con tanta audacia que todo el sistema religioso del período anterior corría peligro de derrumbarse.
Los reyes de los dioses, Indra y Váruṇa, y los divinos sacerdotes de los dioses, Agni, Mitra, Bṛháspati, ya no recibían su cuota de plegaria y sacrificio. En lugar de dirigir la mente hacia estos simbólicos guardianes y modelos del orden natural y del orden social, sosteniéndolos y manteniendo su efectividad con una continua secuencia de ritos y meditaciones, los hombres dirigían toda su atención hacia lo íntimo, esforzándose por alcanzar un estado de permanente autoconciencia mediante el mero pensar, el autoanálisis sistemático, el control de la respiración y las severas disciplinas psicológicas del yoga.

Los antecedentes de esta radical introyección ya se divisan en muchos himnos védicos3; por ejemplo en la siguiente plegaria para pedir poder, en la que fuerzas divinas que se manifiestan de diversas maneras en el mundo exterior son conjuradas a entrar en el sujeto, alojarse en su cuerpo y vivificar sus facultades:

¡El brillo que reside en el león, el tigre y la serpiente; en Agni [dios del fuego del sacrificio], en los brahmanes y en Sūrya [el sol] sean nuestros! ¡Que la bella diosa que parió a Indra venga a nosotros, con su lustre! ¡El brillo que reside en el elefante, la pantera y el oro; en las aguas, en el ganado y en los hombres sea nuestro! ¡Que la hermosa diosa que parió a Indra venga a nosotros con su lustre! ¡El brillo que reside en la carroza, en los dados y en la fuerza del toro; en el viento, en Parjanya [Indra como señor de la lluvia] y en el fuego de Váruṇa [señor regente del océano y del cuadrante occidental] sean nuestros! ¡Que la hermosa diosa que parió a Indra venga a nosotros con su lustre! ¡El brillo que reside en el varón de linaje real, en el tenso parche, en la fuerza del caballo y en el grito de los hombres sea nuestro! ¡Que la hermosa diosa que parió a Indra venga a nosotros con su lustre!

El sistema Adhyātmam -adhidáivam plenamente desarrollado del período de las Upániṣ ad empleaba como medio para llegar al absoluto desapego un plan completo de correspondencias entre los fenómenos subjetivos y objetivos. Por ejemplo, creadas las divinidades del mundo, dijeron a ātman [el Yo como Creador]:

“Danos un alojamiento donde podamos establecernos y alimentarnos”. Él les llevó un toro, y ellos dijeron: “En verdad, esto no nos basta”. Él les llevó una persona, y ellos dijeron: “¡Oh, muy bien; en verdad, una persona está muy bien!” Él les dijo: “Entrad en vuestras respectivas moradas”. El fuego se hizo habla y entró en la boca. El viento se hizo hálito y entró en las narices. El sol se hizo vista y entró en los ojos. Los cuadrantes del cielo se hicieron oído y entraron en las orejas. Las plantas y los árboles se hicieron cabellos y entraron en la piel. La luna se hizo mente y entró en el corazón. La muerte se hizo hálito descendente y entró en el ombligo. Las aguas se hicieron semen y entraron en el miembro viril.

Al discípulo se le enseña a aplicar su conocimiento de correspondencias como ésta a meditaciones como la siguiente:

Como un jarro es reducido a polvo, y la onda a agua, o un brazalete a oro, así el universo se reducirá a mí. ¡Maravilloso soy! ¡Adoracíón a Mí! Porque cuando el mundo, desde el más alto dios hasta el último tallo de hierba, se reduce y se disuelve, esa destrucción no es mía.

Evidentemente estamos en presencia de una disgregación total del yo fenoménico (la personalidad ingenuamente consciente, que junto con su mundo de nombres y formas en su oportunidad será destruida) con respecto al otro Yo, profundamente oculto, esencial aunque olvidado, el Yo trascendental (ātman), que al ser recordado lanza la conmovedora exclamación que aniquila el mundo: ¡Maravilloso soy! Este otro no es una cosa creada sino el sustrato de todas las cosas creadas, de todos los objetos, de todos los procesos. Las armas no lo cortan; el fuego no lo quema; el agua no lo moja; el viento no lo seca.

Las facultades sensoriales, normalmente vueltas hacia afuera buscando aprehender sus objetos y reaccionar ante ellos, no se ponen en contacto con la esfera de la realidad permanente sino solo con las transitorias evoluciones de los perecederos cambios de su energía. Luego, el poder de la voluntad, que conduce al logro de fines mundanos, no puede servir de gran ayuda para el hombre. Ni tampoco los placeres y experiencias de los sentidos pueden iniciar a la conciencia en el secreto de la plenitud de la vida.
De acuerdo con el pensamiento y la experiencia de la India, el conocimiento de las cosas cambiantes no conduce a una actitud realista; porque estas cosas carecen de sustantividad, perecen. Tampoco conduce a una concepción idealista; porque las inconsistencias de las cosas que están en continuo fluir se contradicen y refutan entre sí. Las formas fenoménicas son por naturaleza falaces y engañosas.

Quien se apoye en ellas tendrá dificultades. Son meramente las partículas de una vasta ilusión universal ejecutada por la magia del olvido del Yo con el apoyo de la ignorancia, y prolongada por las pasiones engañosas. La ingenua ignorancia de la oculta verdad del Yo es la causa principal de todos los errores de valoración, de las actitudes inapropiadas y de los consiguientes tormentos que se inflige este mundo embriagado consigo mismo.
Evidentemente esta concepción justifica un cambio de actitud que desplaza el interés no solo de los medios y fines normales de la gente mundana, sino también de los ritos y dogmas de la religión de esos seres engañados. El creador mitológico, el Señor del Universo, ya no interesa. Solo la conciencia introvertida, dirigida y volcada hacia las profundidades de la propia naturaleza del sujeto, alcanza los límites en que los accidentes transitorios encuentran su fuente inmutable. Y esta conciencia puede finalmente franquear esos límites, emerger —perecer, y tornarse así imperecedera— en el omnipresente sustrato de toda sustancia.

Tal es el Yo (ātman), fuente última, perdurable y básica de todo lo que existe. Tal es el donante de todas las manifestaciones especiales, cambios de forma y derivaciones del verdadero estado, los llamados vikāra: transformaciones y evoluciones del despliegue cósmico. Y el sabio pasa de su apego a lo que aquí se despliega y descubre su causa no mediante alabanza y sumisión a los dioses sino mediante conocimiento, conocimiento del Yo.
Este conocimiento se consigue por medio de una de estas dos técnicas: 1º) rechazando sistemáticamente la totalidad del mundo como ilusorio, o 2º) comprendiendo a fondo la nueva materialidad de todo él.
Nosotros los occidentales modernos estamos al fin preparados para escuchar la voz que la India ha oído. Pero, como el cachorro del tigre, tenemos que oírla no del tigre sino de nuestra propia interioridad. En muchos de nosotros los sacramentos no producen su transformación espiritual; estamos desolados y no sabemos a quién recurrir. Entre tanto, nuestras filosofías universitarias y seculares se preocupan más por la información que por la transformación redentora que nuestras almas necesitan. Por esta razón, una ojeada a la faz de la India acaso nos ayude a descubrir y recuperar algo de nosotros mismos.

El propósito fundamental de todo estudio serio del pensamiento oriental debería ser no la mera recopilación y ordenación de datos lo más prolijos posible sino la recepción de alguna importante influencia. Y para que ello ocurra —siguiendo la parábola del animalito amamantado por las cabras que descubrió que era un tigre— debiéramos absorber las enseñanzas con la mayor crudeza soportable, no demasiado suavizada por nuestro intelecto occidentalizado —y, mucho menos, a través de la filología—; pero tampoco con demasiada crudeza, porque entonces sería inaguantable y acaso indigesta. Tenemos que probarla en su sabor original para poder sentirle su verdadero gusto y experimentar cierta sorpresa. Entonces tomaremos parte, desde nuestra distancia transoceánica, en el selvático rugido sapiencial de la India, que retumba por todos los confines del mundo.

Extracto del libro Filosofías de la India.
-Heinrich Zimmer-